jueves, agosto 18, 2005

Beppe

A Joel y a mí nos gustaba escaparnos. A donde fuera. Al McDonald’s de la Ponce de León (ya inexistente) o al Viejo San Juan. Mientras más lejos mejor. Siempre sin la aprobación de mi madre y, por lo tanto, a escondidas de ella. En el camino de regreso fabricábamos las excusas fantásticas con las que me salvaría el pellejo.

Una vez nos escapamos del Coro. Llamamos para avisar que llegaríamos tarde, escondimos los bultos detrás de un arbusto, y nos fuimos al carajo. Rodamos por una cuesta de pasto, nos fuimos a los muelles de barcos de carga y nos trepamos en un árbol de la base naval de Miramar a hablar. Recuerdo que hablamos de mi papá, y él aún estaba vivo. Recuerdo que me sentía extremadamente feliz.

Recuerdo también la insistencia con la que me miraba, sonriente, la mamá de cierta nena del Coro a la salida. Fui boba, porque la vi mientras escondíamos los bultos, pero no se me ocurrió que pudiera delatarnos. El regaño de la maestra me causó tanta vergüenza que fue entonces y por eso que nunca volví al Coro de Niños de San Juan. Y él tenía terror de volver al Coro, pero volvió. Mi pobre madre fue a abogar para que me dejaran entrar de nuevo, sin saber la razón real de mi partida, y Evy Lucio estaba furiosa y no me quiso, pero la maestra nunca le reveló la verdad a mi mamá. Me sentí estúpida a más no poder.

Cuando se mudó al área metro para no viajar a diario desde Cayey, nos escapábamos mucho menos. Pero recuerdo la vez que fuimos con la maestra de ciencias y unas compañeras a dejar material reciclable y le pedimos que nos dejara cerca de su casa. Teníamos planificado comprar mucho helado y otras basuras gastronómicas y pasarnos la tarde mirando el techo. Las muchachas se aparecieron; la maestra las hizo quedarse con nosotros para evitar que “pasara algo”. No valió tanto la pena luego correr por todo Plaza Las Américas para llegar a tiempo al cine sin que mi mamá sospechara que no había ido al cine nada.

En el camino, inventó conmigo formas creativas e increíbles para copiarnos en exámenes aun si nos sentaban en orden alfabético (yo soy B y él es P). No me preguntó si quería ser su esposa de salud; simplemente me dijo: “Los muñecos los haces tú y yo compro los huevos”. Presumió que yo estaría en su “agencia” de la clase de Diseño Publicitario, aunque estábamos peleados hacía semanas.

Luego, Joel se escapó solo, a Nueva York, y dejó de ser el jincho de la voz finita, que temblaba en los informes orales de inglés porque yo se los había preparado a última hora y no se los sabía. Desde entonces, no he logrado tantas cosas ni he tenido tantas experiencias como él, pero el sábado, en la ópera “I Pagliacci”, me sentí tan orgullosa como si mi papel fuera el de Nedda. Y nada más pensaba en él, aterrado en el Coro, inseguro en los exámenes, ridículo en la “boda” leyendo los votos cursis ficticios, temblando en los informes de inglés. Y supe que él, cantando solo en medio de cientos de espectadores en la plaza, de seguro tenía miedo y estaba nervioso. Pero sin temblar. Y entendí.

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