lunes, septiembre 12, 2005

Cuento leído en Café Berlín el viernes, 9 de septiembre

fotografía: Yolanda Arroyo

Los trofeos
por Isabel Batteria


–No, mami, por favor. ¡Los trofeos no!

–No podemos cargar con toda esta porquería. Bótalos.

–¡Pero son mis trofeos!

–¿Dónde los vamos a meter?

–¡Yo los guardo bien!

–Pero en la casa nueva… ¿Dónde los vamos a meter en la casa nueva? No vamos a tener el mismo espacio que aquí.

-Por favor, mami, yo los escondo.

–Es plástico inservible.

–¡No, dámelos!

–¡Que se van!

Acariciaba con un dedo la figura plástica de mujer con los brazos alzados, antorcha afilada en las manos. Los demás tenían a un hombre con una bola de bolos enredada en los dedos; éste era el único con una mujer. Era su primer trofeo, en una competencia de tan bajo presupuesto que el trofeo era genérico. Las figuritas eran más caras si muy elaboradas.

–Este no, mami.

–¡Ni uno!

Lloraba la pérdida de todos, acumulados en cuarenta años de vida. Su madre fue a él, puso su mano huesuda sobre el trofeo que él acurrucaba.

–¡No, no, no!

–¡Dame, coño!

Él hacía tanta fuerza que cuando por fin soltó el trofeo, su madre casi se va de espaldas al piso.

–¡Se acabó! Y que defendiendo toda esta basura…

Toda esa basura era sus logros en los bolos. No podía creer que se los estuviera botando. Claro, a ella nunca le gustó que él fuera a la bolera. Quedaba más lejos que la esquina. Ella nunca lo deja ir muy lejos solo. ¿Recordaba él la que se formó cuando él consiguió el trabajo? Claro que sí… ¿De noche? ¿Y volviendo a las cinco de la mañana? ¿Qué trabajo del demonio es ese? Los hombres buenos regresan a su casa antes de las nueve y no le hacen pasar malos ratos a su mamá.

Una bolsa negra llena de trofeos voló por el balcón hacia abajo. Tocó el piso y explotó. Al aire fueron decenas de pedazos de mármol, hombrecitos inclinados a punto de lanzar la bola, placas de aluminio.

–Mira lo que has hecho, bruto. Ve y recógelo.

Murmurando augurios de muerte para su madre, salió a la grama a recoger los restos de su dignidad. Había pedazos de mármol hasta en el pavimento. Las figuritas humanas se desprendieron y andaban sueltas como enanos a la huída. Fue auscultando en la oscuridad el campo de batalla, levantando y gimiendo, secándose las lágrimas ante cada cadáver, echando los pedazos en la bolsa rota.

Sobre la hierba estaba la mujercita dorada, su base intacta. La tomó entre ambos brazos, como a un bebé. La arrulló. “No, de ti no me vuelven a separar. Nunca más.”

–¡¡Nunca más!!

–¿Qué pasa, chico? Acaba y bota toda esa mierda. ¿Qué haces?

–¡No!

–Ponte a recoger. Y bota eso, que no sirve para nada.

–Me voy a quedar con ella.

–Es basura.

–¡Sí sirve!

La defensa apasionada del objeto plástico, su pertenencia más antigua después de la vida, su madre nunca entendería. “Sí sirve, sí sirve”, murmuraba tembloroso debajo de los gritos de su madre, mientras acariciaba con su dedo a la mujer plástica, hundiendo en la yema del índice la antorcha afilada. “Sí sirve, mira”, seguía murmurando mientras entraba a la casa para enseñarle a su mamá que sí servía.

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