lunes, octubre 17, 2005

Debut y despedida

Hace 20 años, cuando la casa estaba aún vacía, me dieron ganas de orinar. Mi mamá me dijo “Ve, estrénala”, y, rebosante de alegría, oriné por primera vez en lo que ya era mi casita. Entonces fui la primera, y sé que ahora fui también la última. Me quedé sentada más tiempo del necesario, grabando en mi mente el paisaje verde, tal y como lo vi la primera vez: el lavamanos del frente, la ducha, ya sin cortina, a la izquierda, el papel a la derecha, la palanca que no baja del todo. Mi cuarto fue azul, fue crema de mi abuela, fue rosado. La sala fue violeta, fue blanca (“bone white”, corregía mi mamá). El pasillo fue eternamente crema.

Esta mañana, antes de ir al trabajo, pasé por mi vieja casa. Sabía que los recogedores de basura debían haber pasado, puntuales, a las 5:30 a.m., pero tenía esperanzas. No quedaba nada de lo que había botado el día final. El piso parecía zona de emergencia. Desperdigados estaban los papeles y pequeñeces rotas que se escaparon de las cajas y nadie se dio el trabajo de recoger. Parecía un tapiz. Pude identificar la época a la que perteneció cada uno de los objetos que yacían. Eso era lo que quedaba de mi antigua vida. Basura desperdigada en la acera. Ahora hay que apechugar y seguir adelante.

domingo, octubre 16, 2005

Despedimos al patio y a los arcos, depuis 20 ans

A punto de apagar la última luz, mi mamá me dijo que se había despedido de la casa, sobre todo del patio, y me preguntó si me había despedido del patio. Le dije que sí, en la tarde. Le había dado una vuelta, admirando los nuevos retoños de palma. Antes, había tanto follaje en el patio que yo hacía casitas entre los árboles. Una gran porción de mi infancia la pasé entre los troncos, jugando hasta al Zorro, como cualquier niño de los cincuenta. Me dolió cuando talaron los árboles. La vecina vieja de arriba, la madre de “Los trofeos”, barría todos los días las hojas que caían de los árboles grandes a los que no le pudieron meter mano. Pero desde que ella se fue, nadie lo hizo más. De la palma caían cocos a diario. Mi cuarto daba al patio y a cada rato escuchaba en las noches algún coco caer como guanábana mientras yo pensaba en lo oportuno de que no hubiera nadie afuera en ese momento. Sobre las hojas en descomposición se posaban los cocos y nacieron de ellos pequeñas palmas, ahora medianas, fuertes y arraigadas. Este patio todavía tiene esperanzas, pensé entonces, qué pena que yo no lo vea reflorecer. Nunca me hubiera querido enterar luego de que la nueva dueña lo que quiere es demoler el edificio para hacer uno nuevo y más moderno. La gente ya no le tiene paciencia los arcos de medio punto, a las paredes sólidas centenarias, a los quenepos, palmas y flamboyanes.

Cuando apagó la luz, dijo: “Bueno, ya.” Y añadió algo así como “se cierra este capítulo”. Vino donde mí y me abrazó. Lloramos un poquito. Siempre pensé que sería más fácil para ella, porque estaba acostumbrada a despedirse. Pero, ahora que lo pienso, ella nunca había dejado pasar tanto tiempo entre despedidas.

Cuando yo armaba casitas de muñecos con ladrillos sobre la tierra del patio, jamás se me hubiera ocurrido que me iría algún día. En las dos veces que estuve a punto de mudarme y las mil veces que mi mamá me dijo que me mudara, aun entonces lo veía tan distante, como algo que yo no necesariamente tenía que hacer. Cuando veía un apartamento de alquiler barato, en el fondo pensaba en mi mamá, no en mí. Yo podría quedarme en casa, criar a mis hijos y morir ahí.

Otra gente se va de sus casas y deja a su familia sin ningún miramiento. ¿Qué me falta a mí para hacerlo igual? Una casa es un pedazo de piedra gigante. Pero por muchos años guardé piedras en una canasta.

martes, octubre 11, 2005

Ruidos extraños

Por la noche, pasan muchas personas por la ventana de mi cuarto, y no tengo sosiego. Casi todas, por alguna razón inexplicable, lleva llaves que suenan según caminan. Temo que en cualquier momento venga alguien y, con esas llaves, abra la puerta de mi casa. Además, oigo los carros pasar. Los miles de perros de la calle ladran cada vez que pasa alguien, y cuando me asomo a ver quién, veo a un hombre de aspecto dudoso caminando raudo o corriendo, cargando algo grande. No hay coquíes que se alboroten con la lluvia y me arrullen.

Por la mañana, cuando el sol no ha salido todavía, pasan los dominicanos con su bulla, gritándose saludos bajo mi ventana. Los niños corren hacia la escuela, haciendo sonar de manera exagerada sus zapatos relativamente nuevos. Las madres les pelean para que caminen. Los dueños del edificio remodelan los otros apartamentos con todo tipo de instrumento eléctrico y estruendoso. Mi mamá se escucha en la lejanía, con su voz de campana, metiéndose con todo el que pasa.

No tengo electricidad con la cual echar a andar los mitigantes de los ruidos extraños, para poder, por lo menos, acostumbrarme a ellos gradualmente.

jueves, octubre 06, 2005

The landlady is pushy

Mi mamá trae dos o tres cajas todos los días. Ya ha vaciado el chinero y sus gavetas. Está ansiosa. Yo no he hecho nada. A las 10 ya estoy en la cama. Simplemente he optado por no recoger la casa. En vez de poner las cosas en su lugar de nuevo, las dejo tiradas por ahí. En la sala viven los pantalones que me quito en la puerta y las carteras de las últimas semanas. La basura ya no llega al zafacón. Llueve y no hay cajas en la calle.

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